viernes, 21 de febrero de 2014

Joseph Heller. Trampa 22.



- En el hospital hay un psiquiatra titulado que me ha examinado, y ese ha sido su veredicto. Soy un demente.
- ¿Y qué?
- ¿Cómo que y qué? - a Yossarian no le cabía en la cabeza que el doctor Danika no lo comprendiera -.  ¿No te das cuenta de lo que eso significa? Puedes darme de baja y enviarme a casa. No van a mandar a luchar a un loco para que lo maten, ¿no?
- Y si no, ¿quién iría?
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La enfermera Sue Ann Duckett era una mujer alta, esbelta, madura y de espalda muy recta con un trasero prominente y redondo... Era eficaz, hábil, estricta e inteligente. Aceptaba de buena gana las responsabilidades y no perdía la cabeza en momentos de crisis. Era adulta y autosuficiente y no necesitaba nada de nadie. A Yossarian le dio lástima y decidió ayudarla.
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El capellán había pecado y se alegraba. El sentido común le decía que mentir y abandonar sus deberes eran pecado. Por otra parte, todo el mundo sabía que el pecado era algo malo y que del mal no podía salir nada bueno. Pero se sentía bien; se sentía maravillosamente. La consecuencia lógica era que mentir y abandonar los deberes no podían considerarse pecados. En un momento de divina intuición, el capellán había logrado dominar la útil técnica de la racionalización protectora, y desbordaba alegría con su descubrimiento. Era milagroso. Comprendió que casi no había que hacer trampas para transformar el vicio en virtud, el embuste en verdad, la impotencia en abstinencia, la arrogancia en humildad, la estafa en filantropía, el robo en honradez, la blasfemia en sabiduría,la brutalidad en patriotismo y el sadismo en justicia. Cualquiera podía hacerlo; no requería una inteligencia especial. Simplemente requería falta de carácter.

jueves, 13 de febrero de 2014

Franz Kafka. El paseo repentino.

Cuando uno parece haberse decidido definitivamente a pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la bata, se ha sentado después de la cena frente a la mesa iluminada y ha comenzado algún trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo y quedarse en casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que uno está sentado a la mesa que el mero hecho de salir provocaría la sorpresa general; cuando, además, el portal está a oscuras y la puerta de la calle trancada, y cuando a pesar de todo uno se levanta, presa de repentina inquietud, se quita la bata, se viste con ropa de calle, explica que se ve obligado a salir, y después de una breve despedida sale, creyendo haber provocado mas o menos indignación según la brusquedad con que cierre la puerta; cuando uno se encuentra en la calle y ve que sus miembros responden con singular agilidad a esa inesperada libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión uno siente reunidas en sí todas las posibilidades de decidir; cuando uno comprende con más claridad que de costumbre que posee más poder que necesidad de provocar y soportar con facilidad rápidos cambios, y cuando uno recorre así las largas calles, entonces, por una noche, uno se ha distanciado completamente de su familia, que se desvanece en la nada, y, convertido en una silueta vigorosa y de atrevidos y negros trazos, golpeándose los muslos con la mano, adquiere su verdadera imagen y estatura.
Todo esto resulta más fuerte aún si a esas altas horas de la noche uno decide ir a casa de un amigo para ver cómo le va.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Lorenzo Silva. Niños feroces.



En la vida, y cuando llega la hora de la lucha se ve claro, no hay cosas buenas y malas, sino mejores y peores.