jueves, 28 de febrero de 2013

Cormac McCarthy. En La Frontera.

Cuando despertó aún era de noche. El fuego se había reducido a unas pocas llamas bajas que bailaban sobre los rescoldos. Se quitó el sombrero, aventó el fuego con él y lo alimentó con la leña que había recogido. Buscó el caballo con la mirada, pero no pudo verlo. Los coyotes seguían aullando a lo largo de la muralla de roca de Los Pilares y por el este empezaba a clarear tímidamente. Se acuclilló junto a la loba y le tocó el pelaje. Palpó sus dientes, fríos y perfectos. El ojo vuelto hacia la lumbre no reflejaba luz alguna y el chico lo cerró con el pulgar. Luego se sentó a su lado, le puso la mano en la cabeza ensangrentada y cerró los ojos para poder verla correr por las montañas, correr bajo las estrellas, donde la hierba estaba húmeda y el advenimiento del sol no había abierto aún la rica matriz de seres vivos que se habían cruzado con ella en la noche. Ciervos y liebres y palomas y campañoles, todos abundantemente inscritos en el aire para su deleite, todas las naciones del mundo dispuestas por Dios y de las cuales ella era una más e inseparable. Por donde ella corría los gritos de los coyotes cesaban de golpe, como si una puerta se hubiera cerrado sobre ellos y todo fuese miedo y asombro. Levantó de la hojarasca la rígida cabeza de la loba y la sostuvo entre sus manos e hizo ademán de asir lo inasible, lo que corría ya entre las montañas, terrible y bellísimo a un tiempo, como las flores que se alimentan de carne. Eso de que están hechos la sangre y los huesos pero que no puede formarse por sí sólo en un altar ni por herida alguna de guerra. Lo que sin duda podemos creer que tiene la facultad de cortar y moldear y ahuecar la negra forma del mundo del mismo modo que lo hacen el viento y la lluvia. Pero lo que no puede cogerse nunca ha de ser cogido, y no es una flor sino que es veloz y ligera y cazadora y el viento le teme y el mundo no puede quedarse sin ella.

Los proyectos condenados al fracaso dividen definitivamente las vidas entre el entonces y el ahora...

...Nadie le preguntó por qué había venido. Sólo le advirtieron que no se acercara al territorio de los yaquis, que se extendía más al oeste, porque los yaquis lo matarían. Después de que las mujeres le dieran unos paquetes que contenían una carne seca y correosa, maíz tostado y tortillas manchadas de hollín, un anciano se acercó a él y le habló muy ceremoniosamente en un español que apenas pudo entender. Mientras hablaba le miraba a los ojos y sujetando la silla de montar por delante y por detrás, de manera que el chico casi estaba sentado en sus brazos. Vestía de un modo extraño, y sus ropas de colores chillones lucían bordados que tenían la apariencia geométrica de unas instrucciones, tal vez de un juego. Llevaba alhajas de jade y plata y tenía el pelo más negro y largo de lo que su edad habría permitido presagiar. Le dijo al chico que aunque fuera huérfano debía dejar de vagar y buscarse un lugar en el mundo, porque errar de aquella manera podía convertirse en una pasión, y que dicha pasión lo extrañaría de los hombres y en última instancia de sí mismo. Dijo que el mundo sólo podía ser conocido tal como existía en los corazones de los hombres, pues aunque parecía un lugar que contenía seres humanos era, en realidad, un lugar contenido dentro de ellos, y por tanto para conocerlo uno debía mirar esos corazones y tratar de conocerlos, para lo cual era necesario vivir con los hombres y no limitarse a pasar entre ellos. Dijo que si bien el huérfano podía sentirse ajeno al resto de los hombres debía apartar de sí ese sentimiento, pues tenía en su interior una amplitud de espíritu que los hombres podían percibir y, por ello, desear conocer, y que el mundo podía necesitarlo a él tanto como él necesitaba el mundo, pues ambos eran una sola cosa. Por último dijo que si bien eso era bueno en sí mismo, como todas las cosas buenas también era un peligro. Luego apartó las manos de la silla del chico, retrocedió uno pasos y se quedó allí de pie. El chico le agradeció sus palabras pero le dijo que él, en realidad, no era huérfano, y luego dio las gracias a las mujeres y se alejó en su caballo. Los indios lo vieron marcharse. Al pasar por delante de las últimas chozas se volvió para mirar, y al hacerlo el anciano le dijo en voz alta: sí, lo eres. Eres huérfano. Pero el chico sólo levantó una mano y se tocó el sombrero y siguió su camino.

lunes, 4 de febrero de 2013

Julian Barnes. El sentido de un final.

Tenía un cerebro mejor y más riguroso que yo; pensaba lógicamente y después actuaba en consonancia con las conclusiones del pensamiento lógico. Mientras que todos los demás, sospecho, hacíamos lo contrario: tomábamos una decisión instintiva y luego construíamos una estructura racional para justificarla.